La Organización Mundial de la Salud considera el sobrepeso como uno de los diez primeros riesgos para la salud -en las naciones en vías de desarrollo figura entre los cinco primeros-. Para la Organización Panamericana de la Salud, la obesidad está eclipsando rápidamente el hambre y la desnutrición como problema de salud pública. En todo el mundo, más de mil millones de adultos sufren de sobrepeso y más de 300 millones, de obesidad. Y en China la prevalencia de sobrepeso se duplicó en las mujeres y casi se triplicó en hombres... sólo entre 1989 y 1997. El viernes último, la revista Science, que publica estos datos, advirtió que habrá que entablar "una batalla contra la biología".
Los números son suficientemente elocuentes como para que la ciencia se haya empeñado en encontrar la solución del rompecabezas bioquímico que gobierna desde la síntesis de grasas en el organismo hasta las señales que le indican a nuestro cerebro cuándo sentir hambre o saciedad.
Los últimos cinco años fueron prolíficos en descubrimientos. Y todos ellos confluyen en un punto: la clave de la obesidad está en el balance que establece nuestro organismo entre la energía que gana y la que gasta.
En teoría, una persona sólo verá aumentar sus tejidos adiposos si su ingesta excede el gasto de energía que suman sus movimientos voluntarios, la miríada de procesos bioquímicos que son indispensables para vivir y la disipación de las reservas acumuladas en forma de calor, un proceso que ocurre en respuesta a cambios ambientales, como la exposición al frío y las alteraciones en la dieta.
"Para entender la obesidad hay que entender el balance energético", sintetiza el investigador de la Universidad de Harvard Bruce Spiegelman, en un trabajo publicado en la revista científica Cell.
"Desde el punto de vista fisiológico, uno de los grandes problemas de la energía es que depende de procesos volitivos -explica Marcelo Rubinstein, docente de la Facultad de Ciencias Exactas e investigador del Conicet-. Si el organismo necesita más oxígeno, automáticamente el corazón bombea más rápido y el oxígeno viaja a bordo de la hemoglobina hasta los tejidos. No es necesario tomar ninguna decisión consciente. Pero si necesita energía, tiene que ir a cazar, a pescar... o al supermercado."
Pero si esto complica las cosas, asegura Rubinstein, hay otro problema peor: a lo largo de millones de años la evolución esculpió en nuestro andamiaje genético un sistema tremendamente eficiente para guardar energía extra dentro del propio cuerpo. "Para evitar hambrunas, los animales están programados para comer mucho más de lo que necesitan y guardar el sobrante. La grasa concentra en una masa pequeña una gran cantidad de energía. Para nuestra anatomía, la grasa es algo así como las power bars que llevan los montañistas en la mochila."
Según Spiegelman, un humano de 125 kilos podría vivir 150 días sin comer. Pero a la luz de las patologías ligadas con la obesidad, esa misma carga genética que hace siglos otorgaba una ventaja en la lucha por la vida se volvió en contra.
"Tenemos un control muy preciso de la temperatura corporal -dice Rubinstein-. Cuando estamos activos, tiene variaciones mínimas. Siempre ronda los 37,2 grados. Y lo mismo sucede con la presión arterial."
La homeostasia energética, sin embargo, no se regula automáticamente. Depende de un laberíntico sistema neurohormonal cuyas innumerables vías desembocan, tarde o temprano, en el cerebro, más precisamente, en el hipotálamo.
"Actividades como la alimentación y el sexo, vitales para el mantenimiento de la especie y del individuo, están acopladas a un sistema de refuerzo neuronal -explica Rubinstein, acerca del tema de estudio de su laboratorio en el Instituto de Genética y Biología Molecular (Ingebi)-. Para que los individuos se mantengan interesados en practicarlas, porque si no se acaba la especie, a lo largo de la evolución se vincularon íntimamente con circuitos cerebrales de recompensa y placer."
Hay quienes dicen que comer es una adicción. Y tal vez tengan razón, porque uno de los mensajeros químicos involucrados en la alimentación es nada menos que la dopamina , un neurotransmisor asociado con la adicción a todas las drogas de abuso. Esta sustancia parece dejar una huella indeleble en nuestros senderos neuronales.
"La primera vez que una persona prueba un alimento que le gusta, una descarga de dopamina acompaña el momento de placer -explica Rubinstein-. Pero después, cada vez que la vista o el olfato vuelven a detectarlo, la descarga se produce no en la etapa consumatoria, sino en la anticipatoria. El fisiólogo suizo Wolfgang Schulz lo estudió bien en monos. Demostró que la actividad de las mismas neuronas anticipa la liberación de dopamina cuando el animal ya sabe cuál es el estímulo placentero que se acerca. Todas las drogas de abuso funcionan a través de la anticipación dopaminérgica -la nicotina, la cocaína, las anfetaminas, los opioides-. Y todas producen recaída."
Otra de las vedettes que cumplen roles protagónicos en el escenario del hambre es la serotonina , también vinculada con el estado de ánimo (las personas que tienen bajos niveles de serotonina tienden a padecer estados depresivos, o son impulsivas, o violentas). Es un mensajero químico que actúa sobre las neuronas que secretan melanocortinas , los agentes anoréxicos más potentes que hay en el cerebro: cuando aumenta la liberación de melanocortinas, los ratones de laboratorio no comen; cuando se bloquea, comen todo el tiempo. Las melanocortinas tienen su contracara en otro neurotransmisor que llamó poderosamente la atención de los científicos, el péptido Y (un péptido es una proteína de pocos aminoácidos). Se observó en condiciones experimentales que cuando se lo inyecta a un animal de laboratorio, inmediatamente desencadena su voracidad.
En el centro de decisiones del cerebro en materia de hambre y saciedad existen dos tipos de neuronas que controlan la ingesta de alimentos: uno actúa como un acelerador y el otro como un freno. Las aceleradoras producen el neuroquímico NPY , que estimula la ingesta. Las segundas producen melanocortinas , que la inhiben.
Pero lo singular del caso es que durante el adelgazamiento se activan las neuronas que producen NPY y se bloquean las que sintetizan melanocortinas. Es decir que, cuando intentamos perder peso, nuestro cerebro estimula la ingesta de alimentos. De dos formas: incrementando la liberación de NPY, que produce hambre, y reduciendo la sensibilidad a las melanocortinas, que la eliminan.
Cómo influyen las hormonas en el apetito
Las últimas investigaciones muestran que el territorio del hambre y la saciedad se regula básicamente como un gran imperio cuyos puestos periféricos envían informaciones a la metrópoli, ubicada en el cerebro.
Según el endocrinólogo de la Universidad de Washington, Michael Schwartz, las hormonas que participan en la regulación de la ingesta pueden dividirse en dos grupos: uno que actúa rápidamente e influye en las comidas individuales, y otro que actúa más lentamente para promover el equilibrio a largo plazo de las reservas de grasa del organismo.
Los reguladores de largo plazo incluyen a la leptin a y la insulina . Liberadas en el torrente sanguíneo en respuesta a la proporción de tejido adiposo que contiene el cuerpo -en el primer caso por las células grasas y, en el segundo, por el páncreas- inciden sobre el apetito estimulando o inhibiendo a las neuronas del hipotálamo.
"La leptina es una molécula que informa al cerebro acerca del estado de acopiamiento energético. Básicamente le dice estamos bien o nos estamos quedando sin víveres ... Actúa como el repositor del supermercado que informa cómo están las góndolas -explica Rubinstein-. Hay una correlación directa entre el nivel de leptina en la sangre y la cantidad de tejido adiposo que existe en el cuerpo, pero lo que percibe el cerebro es la variación. Es decir, una persona puede ser muy obesa, tener mucho tejido adiposo, y por lo tanto tener mucha leptina circulante, pero si no come hace cuatro horas y comienza a quemar más grasas, al bajar el nivel de esta hormona en la sangre, el cerebro interpreta que tiene que comer. Además, los obesos, que son los que más tejido adiposo tienen, son resistentes a la leptina. Esto ocurre por el mecanismo de acción del receptor, que cuando se estimula permanentemente es como un picaporte girado al máximo. Se traba, por más que lo quieras abrir. Para abrirlo, hay que soltarlo y destrabarlo. Por eso, los estudios clínicos mostraron que la leptina no funciona para el tratamiento de la obesidad."
El papel principal de la insulina es hacer ingresar la glucosa en los músculos y regular sus niveles en la sangre. Pero las personas que tienen demasiada insulina circulando sienten un hambre desesperante, comen más y ganan peso.
La hormona ghrelin , que secreta el estómago, constituye otro tipo de señal de alerta. Sus niveles se elevan abruptamente antes de las comidas, con el estómago vacío, indicándole al cerebro que es hora de tener hambre, y después caen igual de rápido, cuando el estómago está lleno.
El péptido YY3-36 , recientemente descubierto, es considerado una hormona antihambre: redujo el 60% el apetito en individuos sanos a los que se les ofreció un buffet canilla libre . "Es producido después de comer por células que tapizan el intestino delgado y el colon proporcionalmente al contenido calórico de la ingesta", explicó a LA NACION el profesor Stephen Bloom, uno de sus descubridores.
Los niveles de YY3-36 en la sangre se mantienen altos entre las comidas y, cuando se lo inyecta en roedores y seres humanos, inhibe la ingesta durante las siguientes doce horas.
Para Schwartz, si lo que se desea es encarar tratamientos de obesidad que permitan obtener resultados duraderos, habrá que determinar cómo estas moléculas inciden en la decisión de comer. "Al parecer, los errores en este sistema son habituales. La epidemia de obesidad global exige una comprensión más detallada de estas operaciones básicas", afirma.